miércoles, 15 de junio de 2011

MI VIDA EN SUIZA 6


MI VIDA EN SUIZA 6
10 de Octubre.
A un metro de la acera, un precioso perro faldero se encara con mi amigo Diego. El chucho, como adivinando sus pensamientos, muestra los dientes, proponiendo un combate que no será capaz de entablar. Resulta curioso ver a que estos perros, tan melosos con sus dueños, sacar ante el peligro tantos arrestos. En ciertos aspectos, se diría que son de nuestra especie. Fiore presencia la escena con la sonrisa a flor de labios. Suponemos que el animal debe pertenecer a una rica señora que ha entrado en la librería. Diego da un paso hacia el perro; éste le ataca furiosamente, mordiéndole en una pierna. Diego le propina un punterazo, que lo traspone de acera.
Una señora corpulenta surge de la librería, como una tromba, con la mano alzada, dispuesta a darle un revés.
¡Grosero, bandido, sinvergüenza!
Malparado habría quedado nuestro amigo si no logramos contener a la robusta dama, que por cierto se trata de una italiana agreste, y no de una delicada señora como habíamos supuesto. El chucho, triste y compungido, permanece en la acera de enfrente, esperando que su dueña desagravie su afrontada dignidad.
Cálmese, señora, dice Diego, pretendiendo adoptar un tono condescendiente; no suelte su perro de la mano.
¿No querrá que me deje devorar por ese chucho?
¡Carroña, carroña! , grita la italiana, Vía, vía, cretino!
Ponga atención a lo que dice, o me veré obligado a olvidar que puede usted ser mi madre.
Podemos dar gracias a que no pasa ningún guardia.
La escena termina con la aparición de nuestro jefe. El ladino Fiore, que hace un buen momento que no puede contener la risa, suelta una carcajada con la aparición de Victorio. El jefe de office recoge el malparado animal; sin participar en la discusión, se lleva por el brazo a la señora.
Al reanudar la marcha, Diego se muestra hermético, dándole a entender con su silencio que se considera víctima de un atropello. Pasados unos minutos, cambia de humor; sonríe, haciendo alusión al suceso.
No es extraño que Victorio esté tan chupado, teniendo por mujer esa vaca suiza. Durante un largo rato, nos entretiene con expresiones parecidas.
En la plaza de Saint Françoise, hallamos a Canilla mirando embelesado el escaparate de una confitería.
¿Qué haces aquí, Canilla?
El andrajoso andaluz se vuelve con sorpresa.
¡Que alegría de volverte a ver! No te había visto desde que te fuiste del asilo.
Le pongo al corriente de mi vida. Sabe que una agencia nos busco el trabajo a Antonio y a mi, pero de esto han transcurrido dos meses. Me da algunos consejos sobre el modo en que habré de inscribirme en la policía, para no ser expulsado del país, guiado por su instinto de hablar y proteger. No me pasa desapercibida una sombra de tristeza en su rostro.
¿Es que hoy no trabajas? Trato de sondear en su tristeza.
He dejado el hotel, dice, inclinando la cabeza.
¿Por qué te has marchado, Canilla?
Las gentes del hotel no me gustan. Estaba cansado; no podía soportar más.
Va a romperé en llanto. Saca del bolsillo unos tapones de cerveza; los entrechoca en sus dedos sucios y morenos.
Estoy buscando unos señores ricos para servir en su casa. Necesito sentir que se aprecia mi trabajo y que se me estima.
Ten paciencia, canilla. Al fin Dios ayuda.
No lo sé. Tú sí que podrías hallar unos señores. Sabes de números; hablas como ellos. Podrías encontrar un día una buena plaza; vivir como un señor.
Le prometo que así lo haré; que pronto encontraré una plaza para él. Veo cómo mis palabras animan su esperanza; cómo echa al aire los tapones. Le ofrezco dinero, mas lo rechaza; le invito a beber una cerveza, pero no la acepta. Está viendo a Diego, que me espera en la esquina.
Pronto nos veremos, me despido. Para entonces, todo estará resuelto. ¡Suerte Canilla!
Diego espera malhumorado, murmurando de los parias hambrientos. Me pregunta donde he conocido a Canilla. Naturalmente, no le respondo. Caminamos largo trecho, sin pronunciar palabra.
El resto de la tarde lo empleamos en buscar un nuevo trabajo. Visitamos fábricas y almacenes, terminando rendidos y fracasados a mas de quince kilómetros de la ciudad. En ningún sitio pueden admitirnos.
La secretaria de una imprenta nos ha dado una falsa esperanza. Cree que tiene falta de obreros, pero antes debe consultar con el patrón; en fin, solo tienen dos plazas de tipógrafos. Diego comienza a bromear, a decir sandeces a la señorita, lo que me exaspera y saca de quicio. En la calle, entablamos una áspera discusión.
Lausana 1970, Corme 2011-06-15.